jueves, 21 de febrero de 2019

Cosas de la edad – No estoy para tonterías


Por las mañanas coincido con una compañera a la salida de la estación de tren, caminamos juntos hacia el trabajo y charlamos. Casualmente ambos tenemos  60 años. Todo confabula para que intercambiemos opiniones sobre temas de interés común. Hoy la cosa iba de lo que pasa cuando te haces mayor, que a veces uno oye cosas que se dice que nos pasan con la edad y no se les da crédito hasta que le pasan a uno.


Me comentaba que le parecía como si se volviera más rara, yo le replicaba que ahora aguanto menos las manías de la gente, ella que pensaba que se volvía como más caprichosa, yo que tenía reacciones de cascarrabias y así. El tema parecía concluido con el corolario de que, al envejecer,  nos vamos volviendo irremediablemente  bichos raros y asociables.

Cuatro pasos en silencio y reinicio. ¿No será que estamos empezando a opinar mal de nosotros mismos porque vamos para viejos y no nos gusta? Es que visto lo que hablamos, suena negativo. Ella, ¡no! qué va, no nos estamos convirtiendo en bichos raros y asociables, pero sí que nos pasa algo. Y yo, bueno, pues tratemos de aclararlo mientras llegamos..


Me dice que ella no está para tonterías porque ya ha pasado muchas experiencias en su vida, necedades incluidas, y ya sabe lo que dan de sí, se ha quedado con los aprendizajes consecuentes a sus elecciones, aciertos y errores con la gente y no tiene por qué repetirlas, conscientemente al menos, porque no le aportan nada.

Pues yo tampoco, le replico, porque tengo muy presente que la vida tiene fecha de caducidad, y en ese tiempo de duración indefinida que queda por venir, no quiero desaprovechar ni un solo instante. No estoy por la labor de desperdiciar lo que me queda de vida con personas que no me merecen la pena o proyectos que no son los míos. Sin embargo, tengo también muy claro que no he de apresurarme en hacer todo lo que quiero hacer, sino que he de hacer mis cosas a un ritmo que me respete.  Quiero descansar y, a la vez, quiero implicarme en proyectos sólo si los disfruto. Mi vida a mi ritmo.


Y sigo. A mí me pasa algo paradójico con la gente, porque acepto más a las personas tal y como son sin cuestionarlas (cada cual sea como sea), pero a la vez no me apetece relacionarme si la interacción es  estéril y no lleva a ninguna parte. Esas interacciones las rechazo.  Es como si  a la vez fuera social y asocial.

Continúa diciéndome que, como podré imaginar, las redes sociales no son el lugar donde vive su vida. Mi vida, dice, sólo le ha de importar a quien se relaciona conmigo. Para el resto del mundo, mi vida ha de carecer de interés, y eso incluye a los depredadores de datos masivos a quienes sólo intereso como objeto para consumir u opinar según sus intereses -y mete cuña-, de aquí excluyo a los políticos,  que tienen que trabajar por hacer valer los derechos y la dignidad de la vida de los ciudadanos. Eso incluye la mía.

 Mi vida no la exhibo, sigue animada, la comparto en directo tomando un café o una copa, organizando fiestas, comidas, yendo a yoga, a  viajes, acompañando al médico, asistiendo a conferencias o haciendo cualquier cosa que me permita pasar un rato de celebración de la amistad y de mi “estar vivita y coleando”.

¡Olé tu salero!, le digo y tomo el relevo.  Llámalo deformación profesional, pero yo tengo muy presente que esto de aceptar a los demás implica un proceso paralelo de aceptarme y perdonarme por las tonterías y daños que he hecho. Porque para estar en paz con uno mismo, uno ha de encontrar el sentido a todas las acciones de su propia vida y ha de comprobar que todo le haya servido para algo, básicamente para ser quien eres ahora. Y ahora somos fabulosos.


Mirar lo que has vivido te da una perspectiva que hace que cosas que antes eran importantes ahora sean anecdóticas o viceversa o las confirma, pero te las deja más en su lugar. ¿Verdad? Y te da otra actitud ante la vida que, curiosamente integra contradicciones que ya no entran en conflicto.


Y así, llegamos a la oficina.














martes, 7 de agosto de 2018

Pues no se te nota (microedadismos-1)

Pues no se te nota (microedadismos-1)

Con esta frase corta, tan llena de buenas intenciones, me van halagando amigos y conocidos al felicitarme cuando se enteran que este año entro en los sesenta. Y yo la voy recibiendo con complacencia: he llegado a los sesenta y no lo aparento, vamos, que parezco más joven de lo que corresponde a mi edad, ¡mira tú qué bien!  

Todo ha estado yendo de maravilla hasta que, por esas asociaciones espontáneas que el cerebro hace por su cuenta, la frase me evocó cierta anécdota de cuando salí del armario, dije que era gay y también alguien me replicó con su mejor intención: “pues no se te nota”. Al comparar las dos situaciones, mi complacencia se ha ido tambaleando y ha cambiado de giro, convirtiéndose en indignación. ¿Qué es lo que no “se me nota”?, o mejor dicho, ¿qué es lo que tengo que ocultar y vale más que no se me note de mi edad?

¿Qué se supone que debo tener tan bien encerrado en el armario de la vejez? No acierto a adivinarlo: algún supuesto malestar con el mundo porque me hago viejo, o el no encajar en los tiempos actuales, o la presumible ineptitud en la vejez para aprender; o puede que las pronunciadas arrugas, la papada o el encorvamiento de la columna; a lo mejor las secuelas de alguna enfermedad pasada, la cronicidad de una enfermedad presente o el terror a la muerte que ya se ve venir; tal vez el miedo a la fragilidad corporal sobrevenida con la vejez, la lentitud en los movimientos o los olvidos y otros asuntos con los pensamientos que se sabe tienen los viejos; acaso la hipotética intolerancia propia de los ancianos hacia la gente o la pretendida incapacidad para disfrutar que da el cansancio de haber vivido muchos años...  Repito que no lo sé. Y me pregunto cómo se supone que deberían ser de horrorosos los sesenta años, que es preferible que no se note.

Y sigo rumiando en mi cabeza por qué he de considerar positivo que no se note mi edad, como si tuviera que armarizarla para protegerla de un mundo hostil que la condena y no le permite expresarse. ¿Es que no hay nada digno, positivo, válido y admirable después de la juventud? Pues si atiendo a cómo estoy viviendo mis sesenta años la respuesta es que, rotundamente, sí que lo hay. Creo que el meollo está en que no sabemos percibir ni describir la vejez en su plenitud, que no tenemos vocablos específicos para definir positivamente este periodo con entidad propia y, peor aún, no la sabemos explicar por sí misma sin hacer referencia a la juventud.

Porque en nuestro imaginario social la juventud está idealizada como el paradigma de máxima realización al que una persona puede llegar (creencia heredada que la Grecia antigua contribuyó a consolidar y hemos magnificado). Es el gran referente para la medición y descripción de la vida humana. Una vez llegada la vejez, todo, especialmente lo positivo, vital y motivador de la existencia,  ha de ser valorado tomando la juventud como referencia: tiene un espíritu joven, por él no pasan los años, estoy enamorado como un crío, me siento como un chaval…

Por herencia cultural y sin darnos cuenta usamos este modelo de pensamiento dicotómico en el cual la juventud está asociada a lo vital, lo sano, lo bueno, la alegría, el clímax de la vida… y la vejez a lo inane, lo enfermo, lo malo, la tristeza, el declive de la vida…. Un discurso que menosprecia la vejez ya que abunda en significantes negativos para describirla, ofreciéndonoslos como los únicos adecuados y dejando a un lado los significantes positivos. Es lo que se entiende como Edadismo o discriminación por la edad(1). Usamos expresiones edadistas sin apercibirnos de ello porque las empleamos en su forma suave -los microedadismos- y además, cargadas de una buena intención que enmascara el lado negativo del mensaje: “eres viejo”. Varios ejemplos de ello están en el párrafo anterior, pero el que aquí me ocupa es “no se te nota nada”.

¿Por qué he de aceptar como un cumplido que no se me note la edad?, ¿por qué ser joven es mejor que ser viejo? Yo no me cambiaría por mí mismo cuando era joven, porque mi vida pasada ya sirvió para su propósito: tener experiencias para adquirir aprendizajes sobre los que asentar mi vida actual, mi vejez. ¿Y en qué han cristalizado las experiencias de estos sesenta años? Lo puedo resumir en cuatro puntos que tienen poco que ver con la visión negativa de la vejez:

Para empezar, se me ha hecho muy presente la caducidad de la vida(2). Tomar conciencia de este hecho, aceptándolo, ha aumentado mucho mi sentido práctico. Es como si no tuviera que perder el tiempo, pero a la vez, tampoco tengo que acelerarme en nada. Acepto las cosas tal como son y uso este sentido práctico de la mejor manera posible para enfrentarme a las situaciones que la vida me porta, resolverlas y promover aquellas que quiero vivir. En resumen, aprovecho más mi tiempo y lo lleno con lo que me hace sentir vivo, que en mi caso y a grandes rasgos son la compañía de mis amigos y amigas y ciertas actividades de aprendizaje que me ponen a prueba.

Luego, mi motivación ha cambiado desde que no tengo la necesidad de demostrarme nada a mí mismo ni a nadie. Ya no hago cosas para conseguir aprobación o reconocimiento social, las hago sólo si sé que me voy a implicar en hacerlas con el máximo rigor de que soy capaz y si voy a disfrutar en el proceso. El mero disfrute de hacer lo que esté haciendo en cada momento deviene en la recompensa. Por eso resulta tan importante seleccionar lo que quiero vivir, dentro de las opciones factibles que se me presentan.

He conseguido tener una buena relación con mi cuerpo y con mi mente. Cuido a ambos como si fueran preciosas plantas de un jardín que no es otro sino yo mismo. Respeto mis tiempos de aprendizaje, de actividad y de descanso. Hago gimnasia y yoga regularmente con objetivos concretos de movilidad  y flexibilidad, me pongo metas que respetan mi ritmo y me implico en aprendizajes de nuevas destrezas o de adquisición de conocimientos e informaciones de mi interés que básicamente son de psicología, sociología, antropología e interpretación.

Por último, he llegado a ver los acontecimientos con perspectiva y en conjunto, lo que me permite relativizar los hechos a su justa medida. Tengo más capacidad para comprender otros puntos de vista y maneras de ser que respeto y de las que aprendo, aunque no necesariamente las comparta. Eso me aporta cierta serenidad que es también fortaleza, y de ahí se origina una necesidad de agradecimiento  a todas las personas con quienes me he relacionado tanto en buenas como en malas circunstancias, porque gracias a esas interacciones he llegado a ser quien soy hoy.

Estas cosas son en lo que consiste mi vejez, mis sesenta años,  estoy seguro que son similares a los de muchísimas más personas de mi edad y estoy muy orgulloso de mostrarlo. Por eso quiero que se me note.


(1)                El término Edadismo (ageism en inglés)  fue acuñado en 1968 por el gerontólogo y psiquiatra Robert Butler para referirse a la estereotipificación y discriminación contra personas o colectivos por motivos de edad. Engloba una serie de creencias, normas y valores que justifican la discriminación de las personas debido a su edad. Un buen ejemplo es el mercado de trabajo.

(2)                Hay un dicho en la filosofía budista que dice que la única cosa que se puede predecir con certeza de un recién nacido es que morirá.

martes, 8 de mayo de 2018

¿Por qué funcionan la psicoterapia y el coaching?


Hay mucha gente que se beneficia de los servicios de las llamadas genéricamente RELACIONES DE AYUDA y es indudable que los conocimientos técnicos y las habilidades del profesional (terapeuta, coacher) son importantes para que estas relaciones de ayuda favorezcan el progreso de la persona consultante hacia sus objetivos vitales o hacia su desarrollo psicológico.

Pero, según Carl Rogers (quien en los años 50 definió las relaciones de ayuda y desarrolló la psicoterapia centrada en el cliente), el éxito de estas relaciones no radica en aplicar conocimientos y habilidades técnicas, sino que reside en la actitud básica del profesional. Esta se da cuando el psicoterapeuta o el coacher:

Es COHERENTE y en su relación con el cliente se muestra auténtico y no se escuda tras una fachada falsa en caso de que tenga que manifestar sentimientos y actitudes que en ese momento surgen en él.

Muestra un respeto incondicional en todo momento por el cliente, aceptando  de manera cálida y positiva cualquier sentimiento que surja en el cliente en ese momento (temor, confusión, dolor, orgullo, enojo, odio, amor, coraje o pánico) y evitando la aceptación condicionada a cuando el cliente se comporta según ciertas normas o manifiesta solo sentimientos socialmente aceptables.

EMPATIZA y percibe “desde adentro” los sentimientos y significados personales que el cliente experimenta, tal como se le aparecen a este, siendo capaz de comunicarle esta comprensión sin hacer valoraciones sobre la misma.

El impacto benéfico que esta actitud ejerce sobre el cliente se detecta porque progresivamente este:

Al descubrir que alguien puede escucharlo y atenderlo cuando expresa sus sentimientos, se va tornando capaz de escucharse a sí mismo.

Al aprender a escucharse, comienza a aceptarse y al expresar sus aspectos antes ocultos, descubre que el terapeuta/coacher manifiesta un respeto positivo e incondicional hacia él y sus sentimientos, cualesquiera que sean, ayudándole a asumir la misma actitud hacia sí mismo.

Al  captar con más precisión sus propios contenidos, se juzga menos y se acepta más, abandonando progresivamente sus conductas defensivas y permitiéndose mostrarse más abiertamente.


El proceso así descrito facilita que el cliente incorpore una visión “de águila” sobre sí mismo. Se transforma en “aquel que se observa”, que contempla su propia experiencia y su propia conducta tal y como son. Eso le permite ejercer más poder de gestión y cambio sobre si mismo.

lunes, 12 de marzo de 2018

jubilación, política y motivación de refuerzo positivo

Entre mis amistades está aumentando el número de quienes se van jubilando, lógico que el tema salga en nuestras conversaciones. Para mí, que me quedan unos cinco para llegar ahí, resulta esperanzador oírles lo contentos que están, la de proyectos que tienen previstos, lo relajados que dicen sentirse (aunque no paran) y lo que les encanta poder disponer de su tiempo a su antojo.

Pero también me resulta extraño, ¿qué mosca les ha picado?, ¿qué les pasa?, ¿no se han jubilado? .

Por deformación profesional, la primera oleada de ideas que me viene a la mente cuando una persona se retira del mundo laboral es, más o menos: “Depresión leve debido a un sistema de vida que se desmonta”... “Debido a que la profesión ocupa un rango identitario de personalidad, por la presión social neoliberalista, el jubilado se pregunta qué hacer con su vida cuando ya no es un trabajador”... “Al desaparecer en la jubilación este aspecto de identidad profesional, queda un vacío que, si se asocia con la imperante valoración negativa de la vejez, puede llevar a estados de tristeza y depresivos”… Y así.

Si en mis amistades estoy viendo lo contrario a lo que creo que suele pasar, algo no cuadra. Claro que estas amistades han llevado una vida profesional más bien activa y una vida personal de la que se han ocupado tanto en los buenos como en los malos momentos. Siempre han valorado la amistad y las relaciones personales. Y cuando han tenido que realizar trabajos no deseados, han sabido afrontarlos y llevarlos con dignidad buscando la perspectiva útil para continuar adelante.

Ante mi curiosidad por su alegría, extraña desde mi punto de vista, recibí varias respuestas contundentes y clarificadoras como estas: “Me retiro del mundo laboral y de las obligaciones que comporta (horarios, rendimiento, jefes poco empáticos…), pero no de vivir ni de hacer actividades”… “Soy jubilado, de júbilo; comienzo un jubileo para disfrutar la vida que me queda, no un retiro que me estigmatiza como inútil”… “Sé muy bien qué hacer con todo el tiempo libre del que dispongo”... “Tengo proyectos y voy a disfrutarlos, precisamente, por la jubilación”…

La respuesta que mejor me describió la jubilación desde un punto de vista psicológico (por eso la transcribo con más detalle) me la dijo una psicopedagoga: “He cambiado de refuerzo motivador, he pasado de trabajar centrada en conseguir el dinero que necesitaba para cubrir las necesidades básicas y evitar situaciones no deseadas generadoras de estrés (no poder comprar comida, o pagar matrículas, o la hipoteca o el alquiler…), lo que llamamos refuerzo motivador negativo, a hacer actividades por placer para traer a mi vida cosas que me llenan (estar más tiempo con mis amigos y familia, viajar, hacer cosas pendientes: estudiar, deporte, artesanías, asesorar profesionalmente…) o sea, movilizo mi vida con refuerzos motivadores positivos, carentes de distrés (estrés negativo). ¡No sabes el peso que me he quitado de encima! Y lo puedo hacer porque recibo una pensión que, más o menos, me cubre los gastos y dispongo del tiempo que antes empleaba trabajando”.

Llegado a este punto yo ya estaba dándole vueltas a una nueva oleada de ideas, relacionando jubilación con psicología, sociología y política.

Estamos asistiendo a unas actuaciones políticas destinadas desmantelar el sistema de pensiones, a hacerlas insuficientes. Eso contribuirá a que los jubilados se estanquen en un estado de precariedad permanente para cubrir sus necesidades básicas”, “no sólo eso sino que, además, hay muchos impedimentos y amenazas para realizar actividades económicas una vez se recibe una pensión por jubilación, el cobro de derechos de autor, sin ir más lejos”, “estas políticas van a mantener a las personas jubiladas en un estado de estrés continuado ya que van a estar permanente preocupadas por llegar a fin de mes, o sea, inmersos en la situación de motivación negativa frecuente anterior a la jubilación”, “si a esto añadimos los impedimentos legales para conseguir ingresos además de la pensión, este tipo de decisiones políticas coloca al colectivo de jubilados en una frustrante situación de impotencia e indefensión que puede llevarlos a estados de ánimo tristes y depresivos”..., y seguí.

Todo lo que llegué a pensar lo sintetizo razonando que el tipo de políticas que se apliquen sobre el sistema de pensiones puede transformar este periodo de la vida en un verdadero infierno.

Vamos, que la precarización de las pensiones es un mecanismo de control social para mantener a los ciudadanos jubilados centrados en su supervivencia, en dar cobertura a sus necesidades básicas, sin poder hacer nada más, sin una calidad de vida a la que tienen derecho.

Lo contrario, es decir, las pensiones con suficiencia económica adecuada (artículo 50 de la Constitución) y lo que conllevan de vida digna, hace que la persona jubilada tenga tiempo y motivación para mirar más allá. Además de disfrutar, puede echar una ojeada a la sociedad en su conjunto y, puesto que tiene tiempo, puede pensar, escuchar opiniones, contrastarlas, compartir las suyas e involucrarse en participar activamente en la mejora del mundo en que vivimos. Eso convierte a la persona jubilada en un ciudadano peligroso para el sistema político-económico neoliberalista.

Por eso es imprescindible y absolutamente necesario el coraje y la motivación para participar en las manifestaciones que este mes de marzo de 2018 se están haciendo en la línea de reivindicar pensiones dignas, que permitan tener un bienestar ganado con muchos años de esfuerzo laboral que, por otro lado, ha repercutido en el desarrollo de la sociedad (el valor añadido, que se llama). 
No somos psicológicamente completos sin interacción social y por eso, debemos contribuir a construir un entorno social solidario y respetuoso. Eso implica el cambio político.


jueves, 28 de diciembre de 2017

¿Es crítica la mediana edad?


 Llega un momento en nuestra vida en el que, de alguna manera, tomamos conciencia del cambio de valor del tiempo: por mucho más que vivamos ya no vamos a vivir tanto como lo que hemos vivido.

La muerte aparece como posibilidad factible, “comienza a ser la nuestra” como dice Benedetti.

Este momento es, para algunas personas, en el que aparece la necesidad de saber cómo está siendo la propia vida y esta necesidad se transforma en interrogantes:  ¿Está bien mi vida tal y como está?, ¿he hecho lo que deseaba?, ¿qué  he conseguido?, ¿cómo están cambiando mis relaciones con mis seres queridos?,  ¿tengo cosas pendientes y las podré hacer?, ¿qué más puedo hacer a partir de ahora?, ¿puedo iniciar proyectos a mi edad?,  ¿puedo iniciar nuevas relaciones a estas alturas?, ¿qué puedo esperar de la vida?

Más aún en nuestra cultura occidental que por un lado niega la vejez, inundándonos de productos y fórmulas anti-envejecimiento, y por otro la denosta asociándola a enfermedad física o cognitiva, falta de fuerza, desmotivación y otras descalificaciones (lo que se viene a llamar Edadismo), por oposición a la juventud que asocia a alegría, vitalidad, salud, emprendimiento y disfrute.

De ellas surge a veces una  respuesta clara, o a veces queda una sensación ambigua (no se sabe bien si lo que se ha vivido ha servido para algo) y a veces sólo salen respuestas estereotipadas que nos llevan al consuelo conformista (“qué más quieres…”, “a tus años…”, “qué puedes esperar…”). 

Sin embargo, si encaramos nuestra historia de vida con ganas de exprimirle hasta la última gota, podemos asombrarnos de todo lo que nuestra vida nos ha dado que hoy poseemos, y de las posibilidades que se nos pueden abrir para el futuro.

Hay quienes dicen que no existe la crisis de la mediana edad, hay quienes afirman que los estudios sociológicos apuntan a que un 10%  de la población pasa por ella. 

En cualquier caso, si al llegar ese momento nos empezamos a cuestionar nuestra existencia, o sentimos la necesidad de actualizarnos y salir de una visión caduca de nuestra vida, o sentimos ansiedad cada vez que se nos hace evidente el paso del tiempo, no cabe duda de que estamos en una crisis existencial que está sucediendo en ese momento preciso y que hemos de aprovechar.


lunes, 6 de marzo de 2017

A la vejez, ¡viruela!

Ayer viernes pasé un rato con un gran amigo. Nos conocemos desde que nos encontramos en un pasillo de la facultad de psicología de la UAB, buscando la clase de Psicología General del Dr. Barriga, el primer día de carrera, en 1976. Tenemos la misma edad, el próximo año ambos cumpliremos sesenta.

Pasamos un cálido rato. Hablamos de lo que en el pasado hicimos juntos y de las decisiones que hemos ido tomando que nos han llevado a donde estamos ahora, de la jubilación que se acerca, de nuestras inquietudes... y de los proyectos que estamos poniendo en marcha, proyectos que, además de hacernos disfrutar, no se acaban en el mero disfrute, nos enfrentan a retos de nuevos aprendizajes y de cambios en nuestras vidas que, suponemos, son para mejor..

Introduje el tema de la gerontolescencia. No podía faltar. Nos entusiasmamos porque nos identificamos con cierto perfil gerontolescente. En medio de la conversación comentó: "¿No será que estamos yendo hacia una especie de segunda adolescencia o de síndrome de Peter Pan de la tercera edad?". Mi respuesta fue contundente: "¡En absoluto!. Y te diré por qué".

Y empecé a clarificar diferencias entre la etapa gerontolescente, la adolescencia, el síndrome de Peter Pan de todos conocido y, de paso, el complejo de Ganímedes(1) más específico para el colectivo de hombres gays. Más o menos, lo que dije fue:

En nuestro mundo globalizado y tecnificado, cada vez somos más las personas mayores y muy mayores (en un franja que hay quien sitúa desde los 55 años hasta el final de la vida) que nos encontramos con vitalidad, con ganas de llevar una existencia socialmente significativa y personalmente satisfactoria a la vez.

Esto, hoy por hoy, no encaja con el rol que nuestras sociedades tienen asignado para los ancianos, ni con la imagen y valores de negatividad que se tiene de la vejez. El sistema capitalista/neoliberalista de producción genera la idea de que una persona es útil sólo cuando produce bienes y/o servicios económicamente rentables y es inútil cuando se jubila, ya que la jubilación se considera una etapa de improductividad. Es sabido y está documentado que muchas personas que han basado su significación personal en su profesión, entran en depresión al jubilarse.

Por otro lado, aún se arrastra la idea de vejez utilizada durante muchos años por la medicina mecanicista, que la definía como un periodo de decrepitud en el que progresivamente las funciones vitales se van debilitando, hasta llegar a la muerte (me acuerdo de la protesta generalizada que le montamos al profesor que nos quiso imponer esta idea a un grupo de psicólogos y psicólogas que estábamos preparándonos para oposiciones hace unos años).

Por otro lado, en nuestra cultura, la vitalidad y la motivación se asocian exclusiva y erróneamente con la juventud, además de definirla con un sinfín de valores positivos de goce, felicidad y belleza. Por eso, cuando hay gente mayor que exhibe estos valores, la sociedad no sabe muy bien cómo interpretar el fenómeno ni dónde ubicarlo. Así que, usando los constructos  del imaginario colectivo, lo asocia a lo que más se le parece: los jóvenes. Y acaba concluyendo: "es un mayor que quiere ser joven", "a la vejez, viruela", "es un Peter Pan o un Ganímedes que no quiere envejecer" y cosas por el estilo. Y es un error de percepción que hay que aclarar.

Para empezar, el complejo/síndrome de Peter Pan (Dan Kiley 1983) hace referencia principalmente a hombres (más que a las mujeres) que rehúsan hacerse cargo de las responsabilidades, principalmente de tipo emocional, en los vínculos que han de asumir como adultos (cónyuges, padres...) con una alta inhabilidad tanto para proporcionar cuidados a personas que dependen de ellos como para comprometerse en las relaciones.

Y lo que define el complejo de Ganímedes (Juan C. Uríszar 2012) es un estilo de vida centrado en permanecer joven a toda costa a base de perpetuar unos hábitos de vida y una relación con el cuerpo identificada con los jóvenes de 20-30 años, para seguir pareciendo joven en el físico y en los hábitos, ya que en los circuitos del ocio de la cultura gay, hoy por hoy, la juventud sigue siendo el valor eje para la interacción social y la aceptación, y si ese valor se pierde, se es invisible.

Teniendo esto claro, hay varias cosas que definen la actitud gerontolescente y marcan la diferencia con los complejos anteriores y con la adolescencia:

La primera es que en la gerontolescencia el pasado no fue un tiempo mejor que se añora, sino un lugar en el que se aprendieron experiencias que nos ayudan a vivir mejor el tiempo presente, porque lo que cuenta es vivir y disfrutar ahora de la vida, en una etapa en la que parece no haber modelos de conducta a seguir, porque los que la sociedad propone no son satisfactorios.

En esta etapa hay conciencia y aceptación de la muerte. Esta conciencia no lleva a una resignación y sumisión triste y desesperanzada ante el hecho de que el final se ve, sino que lleva más bien a un "no perder el tiempo" en dudas, divagaciones, personas y otras cosas que impiden disfrutar de la vida y hacer aquello que nos satisface o nos reta. La conciencia de la muerte y la experiencia de vida se usan para saber qué se quiere hacer y con quien. Es como seguir un principio que diga "decisiones: claras; tonterías: las justas".

También hay conciencia de la propia vitalidad y de lo que el cuerpo y la mente pueden dar de sí con un cuidado adecuado y entrenamiento apropiado. Esta consciencia no es una añoranza de la adolescencia o de la plenitud de la juventud, es algo real y presente que impele a hacer las cosas que uno quiere hacer para vivir lo que considera una vida plena o lo más plena posible, considerando, como he dicho, las limitaciones y las potencialidades.

Las pruebas y los retos en los que los gerontolescentes se embarcan, se diferencian radicalmente de aquellos de los adolescentes porque hay toda una experiencia previa que permite filtrar los proyectos ajustándolos a las propias necesidades de realización personal, valorar riesgos, asumir objetivos reales, lidiar con frustraciones e ir evaluando la aventura. La necesidad del adolescente se define más por experimentar para aprender primeras experiencias que le permitirán ser adulto, y la del gerontolescente se acerca más a experimentar poniendo en marcha el bagaje que su trayectoria de vida le ha dado.  Los gerontolescentes tenemos mucho que aportar, mucho por hacer y mucho por disfrutar.



(1) Después de Ganímedes. Una aventura para hombres gays en transición de la juventud hacia la vida adulta y la senectud. Ed EGALES. Madrid 2012. Uríszar, Juan Carlos

miércoles, 1 de febrero de 2017

Bicho raro no, gerontolescente

Acabo de hablar con una amiga de hace muchos años, cuarenta y uno en concreto. Es una mujer emprendedora, luchadora, inteligente y apasionada de la vida, además de guapa y elegante. Ha vendido una de las dos empresas que tenía –me cuenta alegre- y la otra se la deja a su descendiente.
Me confiesa esta amiga que tiene algunas contradicciones en esta nueva etapa de su vida: se va a retirar y no se ve como una vieja, tiene “marcha”, vitalidad, y quiere hacer cosas. A pesar de sus sesenta y cinco años, no concibe su futuro viviendo sólo para distraerse o pasar el rato gozando de un dorado y merecido retiro.

¿Soy un bicho raro? -me dice. ¡No! -le contesto-, eres una gerontolescente.

Definir es una maravillosa habilidad lingüística humana con la que damos forma al mundo que experimentamos y en que vivimos.

Aunque a veces se use dicha habilidad de forma perversa (por ejemplo definiendo los avatares que la vida cotidiana conlleva como si fueran trastornos psicológicos), en general la usamos para crear constructos que nos permitan aprehender el mundo cambiante y ajustar nuestra relación con él.

La reciente, que no nueva, definición del constructo gerontolescencia es uno de esos ejemplos maravillosos.  Así que me dispongo a explicarle a ella los porqués de la nueva definición:

De la misma manera en que en la década de los 50 del siglo pasado se definió el constructo social Adolescencia para diferenciar un periodo del desarrollo humano que antes no existía (el niño pasaba directamente a ser adulto, asignándole directamente tareas como tal de un día para otro y, a veces, mediando un ritual de iniciación) y que el desarrollo de la sociedad hizo necesario, en estas últimas décadas se ha definido el término Gerontolescencia.

Con él se pretende dar entidad al periodo de transición entre la edad adulta y la vejez, que se considera comprendido, hoy por hoy, entre los 60/65 y los 80/85 años. Es un término acuñado por el Doctor Alexandre Kalache, responsable durante 14 años del programa de envejecimiento de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y lo define como "un momento de transición en el que ya no eres el adulto de antes, pero no has perdido tantas facultades como para no mantenerte activo y autónomo".

Pero esto es lo que todo el mundo hace cuando se jubila –me replica-, montarse la vida para disfrutar mientras puedas, viajes, distracciones,  voluntariado, deportes, lecturas, espectáculos, ocio en general… ¡No! –le contesto de nuevo-, hay una gran diferencia entre una actitud de jubilado que quiere pasarlo bien y la de un gerontolescente, aunque tienen cosas en común y eso puede llevar a confusión.

Explícame –me dice. Verás –sigo-, básicamente, la gerontolescencia hace referencia a una actitud ante la vida que implica dos cosas:

La primera, no ajustar tu vida a las expectativas que la sociedad tiene hoy en día para la gente de tu edad, sino ajustarla a lo que tú deseas y que ves factible para ti.

La segunda, buscar hacer o ir haciendo cosas que te llenen y te den satisfacción de vivir, incluidos retos de aprendizaje, laborales, de voluntariado...

A ti te puede dar satisfacción de vivir el hacer un viaje alrededor del mundo o aprender paracaidismo o realizar acciones humanitarias por los demás o hacer voluntariado de cualquier tipo.

Todas estas cosas las pueden compartir un jubilado y un gerontolescente, sólo que el gerontolescente no las hace para distraerse, pasar un buen rato, pasar el tiempo y ya está porque “qué más se puede hacer a  mi edad”, su actitud es más vital. Cualquier cosa que decida hacer le sirve para disfrutar de su vida a cada momento y no descarta plantearse crear una empresa o un servicio de paracaidismo, por poner un ejemplo, si se ve con fuerzas, o comenzar estudios especializados para meterse en una organización y ayudar a la gente. Hace cosas para sentirse lleno.

Voy captando ¡Qué alivio me ha dado la definición! No soy un bicho raro, sino una gerontolescente ¿Pero tú, cómo sabes todo esto? –me dice.

Porque yo -replico-, estoy en plena gerontolescencia.

¿Y qué pasa si el cuerpo no acompaña? –me pregunta-.

Eso –le respondo- lo trataré en un próximo post.