jueves, 21 de febrero de 2019

Cosas de la edad – No estoy para tonterías


Por las mañanas coincido con una compañera a la salida de la estación de tren, caminamos juntos hacia el trabajo y charlamos. Casualmente ambos tenemos  60 años. Todo confabula para que intercambiemos opiniones sobre temas de interés común. Hoy la cosa iba de lo que pasa cuando te haces mayor, que a veces uno oye cosas que se dice que nos pasan con la edad y no se les da crédito hasta que le pasan a uno.


Me comentaba que le parecía como si se volviera más rara, yo le replicaba que ahora aguanto menos las manías de la gente, ella que pensaba que se volvía como más caprichosa, yo que tenía reacciones de cascarrabias y así. El tema parecía concluido con el corolario de que, al envejecer,  nos vamos volviendo irremediablemente  bichos raros y asociables.

Cuatro pasos en silencio y reinicio. ¿No será que estamos empezando a opinar mal de nosotros mismos porque vamos para viejos y no nos gusta? Es que visto lo que hablamos, suena negativo. Ella, ¡no! qué va, no nos estamos convirtiendo en bichos raros y asociables, pero sí que nos pasa algo. Y yo, bueno, pues tratemos de aclararlo mientras llegamos..


Me dice que ella no está para tonterías porque ya ha pasado muchas experiencias en su vida, necedades incluidas, y ya sabe lo que dan de sí, se ha quedado con los aprendizajes consecuentes a sus elecciones, aciertos y errores con la gente y no tiene por qué repetirlas, conscientemente al menos, porque no le aportan nada.

Pues yo tampoco, le replico, porque tengo muy presente que la vida tiene fecha de caducidad, y en ese tiempo de duración indefinida que queda por venir, no quiero desaprovechar ni un solo instante. No estoy por la labor de desperdiciar lo que me queda de vida con personas que no me merecen la pena o proyectos que no son los míos. Sin embargo, tengo también muy claro que no he de apresurarme en hacer todo lo que quiero hacer, sino que he de hacer mis cosas a un ritmo que me respete.  Quiero descansar y, a la vez, quiero implicarme en proyectos sólo si los disfruto. Mi vida a mi ritmo.


Y sigo. A mí me pasa algo paradójico con la gente, porque acepto más a las personas tal y como son sin cuestionarlas (cada cual sea como sea), pero a la vez no me apetece relacionarme si la interacción es  estéril y no lleva a ninguna parte. Esas interacciones las rechazo.  Es como si  a la vez fuera social y asocial.

Continúa diciéndome que, como podré imaginar, las redes sociales no son el lugar donde vive su vida. Mi vida, dice, sólo le ha de importar a quien se relaciona conmigo. Para el resto del mundo, mi vida ha de carecer de interés, y eso incluye a los depredadores de datos masivos a quienes sólo intereso como objeto para consumir u opinar según sus intereses -y mete cuña-, de aquí excluyo a los políticos,  que tienen que trabajar por hacer valer los derechos y la dignidad de la vida de los ciudadanos. Eso incluye la mía.

 Mi vida no la exhibo, sigue animada, la comparto en directo tomando un café o una copa, organizando fiestas, comidas, yendo a yoga, a  viajes, acompañando al médico, asistiendo a conferencias o haciendo cualquier cosa que me permita pasar un rato de celebración de la amistad y de mi “estar vivita y coleando”.

¡Olé tu salero!, le digo y tomo el relevo.  Llámalo deformación profesional, pero yo tengo muy presente que esto de aceptar a los demás implica un proceso paralelo de aceptarme y perdonarme por las tonterías y daños que he hecho. Porque para estar en paz con uno mismo, uno ha de encontrar el sentido a todas las acciones de su propia vida y ha de comprobar que todo le haya servido para algo, básicamente para ser quien eres ahora. Y ahora somos fabulosos.


Mirar lo que has vivido te da una perspectiva que hace que cosas que antes eran importantes ahora sean anecdóticas o viceversa o las confirma, pero te las deja más en su lugar. ¿Verdad? Y te da otra actitud ante la vida que, curiosamente integra contradicciones que ya no entran en conflicto.


Y así, llegamos a la oficina.