martes, 7 de agosto de 2018

Pues no se te nota (microedadismos-1)

Pues no se te nota (microedadismos-1)

Con esta frase corta, tan llena de buenas intenciones, me van halagando amigos y conocidos al felicitarme cuando se enteran que este año entro en los sesenta. Y yo la voy recibiendo con complacencia: he llegado a los sesenta y no lo aparento, vamos, que parezco más joven de lo que corresponde a mi edad, ¡mira tú qué bien!  

Todo ha estado yendo de maravilla hasta que, por esas asociaciones espontáneas que el cerebro hace por su cuenta, la frase me evocó cierta anécdota de cuando salí del armario, dije que era gay y también alguien me replicó con su mejor intención: “pues no se te nota”. Al comparar las dos situaciones, mi complacencia se ha ido tambaleando y ha cambiado de giro, convirtiéndose en indignación. ¿Qué es lo que no “se me nota”?, o mejor dicho, ¿qué es lo que tengo que ocultar y vale más que no se me note de mi edad?

¿Qué se supone que debo tener tan bien encerrado en el armario de la vejez? No acierto a adivinarlo: algún supuesto malestar con el mundo porque me hago viejo, o el no encajar en los tiempos actuales, o la presumible ineptitud en la vejez para aprender; o puede que las pronunciadas arrugas, la papada o el encorvamiento de la columna; a lo mejor las secuelas de alguna enfermedad pasada, la cronicidad de una enfermedad presente o el terror a la muerte que ya se ve venir; tal vez el miedo a la fragilidad corporal sobrevenida con la vejez, la lentitud en los movimientos o los olvidos y otros asuntos con los pensamientos que se sabe tienen los viejos; acaso la hipotética intolerancia propia de los ancianos hacia la gente o la pretendida incapacidad para disfrutar que da el cansancio de haber vivido muchos años...  Repito que no lo sé. Y me pregunto cómo se supone que deberían ser de horrorosos los sesenta años, que es preferible que no se note.

Y sigo rumiando en mi cabeza por qué he de considerar positivo que no se note mi edad, como si tuviera que armarizarla para protegerla de un mundo hostil que la condena y no le permite expresarse. ¿Es que no hay nada digno, positivo, válido y admirable después de la juventud? Pues si atiendo a cómo estoy viviendo mis sesenta años la respuesta es que, rotundamente, sí que lo hay. Creo que el meollo está en que no sabemos percibir ni describir la vejez en su plenitud, que no tenemos vocablos específicos para definir positivamente este periodo con entidad propia y, peor aún, no la sabemos explicar por sí misma sin hacer referencia a la juventud.

Porque en nuestro imaginario social la juventud está idealizada como el paradigma de máxima realización al que una persona puede llegar (creencia heredada que la Grecia antigua contribuyó a consolidar y hemos magnificado). Es el gran referente para la medición y descripción de la vida humana. Una vez llegada la vejez, todo, especialmente lo positivo, vital y motivador de la existencia,  ha de ser valorado tomando la juventud como referencia: tiene un espíritu joven, por él no pasan los años, estoy enamorado como un crío, me siento como un chaval…

Por herencia cultural y sin darnos cuenta usamos este modelo de pensamiento dicotómico en el cual la juventud está asociada a lo vital, lo sano, lo bueno, la alegría, el clímax de la vida… y la vejez a lo inane, lo enfermo, lo malo, la tristeza, el declive de la vida…. Un discurso que menosprecia la vejez ya que abunda en significantes negativos para describirla, ofreciéndonoslos como los únicos adecuados y dejando a un lado los significantes positivos. Es lo que se entiende como Edadismo o discriminación por la edad(1). Usamos expresiones edadistas sin apercibirnos de ello porque las empleamos en su forma suave -los microedadismos- y además, cargadas de una buena intención que enmascara el lado negativo del mensaje: “eres viejo”. Varios ejemplos de ello están en el párrafo anterior, pero el que aquí me ocupa es “no se te nota nada”.

¿Por qué he de aceptar como un cumplido que no se me note la edad?, ¿por qué ser joven es mejor que ser viejo? Yo no me cambiaría por mí mismo cuando era joven, porque mi vida pasada ya sirvió para su propósito: tener experiencias para adquirir aprendizajes sobre los que asentar mi vida actual, mi vejez. ¿Y en qué han cristalizado las experiencias de estos sesenta años? Lo puedo resumir en cuatro puntos que tienen poco que ver con la visión negativa de la vejez:

Para empezar, se me ha hecho muy presente la caducidad de la vida(2). Tomar conciencia de este hecho, aceptándolo, ha aumentado mucho mi sentido práctico. Es como si no tuviera que perder el tiempo, pero a la vez, tampoco tengo que acelerarme en nada. Acepto las cosas tal como son y uso este sentido práctico de la mejor manera posible para enfrentarme a las situaciones que la vida me porta, resolverlas y promover aquellas que quiero vivir. En resumen, aprovecho más mi tiempo y lo lleno con lo que me hace sentir vivo, que en mi caso y a grandes rasgos son la compañía de mis amigos y amigas y ciertas actividades de aprendizaje que me ponen a prueba.

Luego, mi motivación ha cambiado desde que no tengo la necesidad de demostrarme nada a mí mismo ni a nadie. Ya no hago cosas para conseguir aprobación o reconocimiento social, las hago sólo si sé que me voy a implicar en hacerlas con el máximo rigor de que soy capaz y si voy a disfrutar en el proceso. El mero disfrute de hacer lo que esté haciendo en cada momento deviene en la recompensa. Por eso resulta tan importante seleccionar lo que quiero vivir, dentro de las opciones factibles que se me presentan.

He conseguido tener una buena relación con mi cuerpo y con mi mente. Cuido a ambos como si fueran preciosas plantas de un jardín que no es otro sino yo mismo. Respeto mis tiempos de aprendizaje, de actividad y de descanso. Hago gimnasia y yoga regularmente con objetivos concretos de movilidad  y flexibilidad, me pongo metas que respetan mi ritmo y me implico en aprendizajes de nuevas destrezas o de adquisición de conocimientos e informaciones de mi interés que básicamente son de psicología, sociología, antropología e interpretación.

Por último, he llegado a ver los acontecimientos con perspectiva y en conjunto, lo que me permite relativizar los hechos a su justa medida. Tengo más capacidad para comprender otros puntos de vista y maneras de ser que respeto y de las que aprendo, aunque no necesariamente las comparta. Eso me aporta cierta serenidad que es también fortaleza, y de ahí se origina una necesidad de agradecimiento  a todas las personas con quienes me he relacionado tanto en buenas como en malas circunstancias, porque gracias a esas interacciones he llegado a ser quien soy hoy.

Estas cosas son en lo que consiste mi vejez, mis sesenta años,  estoy seguro que son similares a los de muchísimas más personas de mi edad y estoy muy orgulloso de mostrarlo. Por eso quiero que se me note.


(1)                El término Edadismo (ageism en inglés)  fue acuñado en 1968 por el gerontólogo y psiquiatra Robert Butler para referirse a la estereotipificación y discriminación contra personas o colectivos por motivos de edad. Engloba una serie de creencias, normas y valores que justifican la discriminación de las personas debido a su edad. Un buen ejemplo es el mercado de trabajo.

(2)                Hay un dicho en la filosofía budista que dice que la única cosa que se puede predecir con certeza de un recién nacido es que morirá.

martes, 8 de mayo de 2018

¿Por qué funcionan la psicoterapia y el coaching?


Hay mucha gente que se beneficia de los servicios de las llamadas genéricamente RELACIONES DE AYUDA y es indudable que los conocimientos técnicos y las habilidades del profesional (terapeuta, coacher) son importantes para que estas relaciones de ayuda favorezcan el progreso de la persona consultante hacia sus objetivos vitales o hacia su desarrollo psicológico.

Pero, según Carl Rogers (quien en los años 50 definió las relaciones de ayuda y desarrolló la psicoterapia centrada en el cliente), el éxito de estas relaciones no radica en aplicar conocimientos y habilidades técnicas, sino que reside en la actitud básica del profesional. Esta se da cuando el psicoterapeuta o el coacher:

Es COHERENTE y en su relación con el cliente se muestra auténtico y no se escuda tras una fachada falsa en caso de que tenga que manifestar sentimientos y actitudes que en ese momento surgen en él.

Muestra un respeto incondicional en todo momento por el cliente, aceptando  de manera cálida y positiva cualquier sentimiento que surja en el cliente en ese momento (temor, confusión, dolor, orgullo, enojo, odio, amor, coraje o pánico) y evitando la aceptación condicionada a cuando el cliente se comporta según ciertas normas o manifiesta solo sentimientos socialmente aceptables.

EMPATIZA y percibe “desde adentro” los sentimientos y significados personales que el cliente experimenta, tal como se le aparecen a este, siendo capaz de comunicarle esta comprensión sin hacer valoraciones sobre la misma.

El impacto benéfico que esta actitud ejerce sobre el cliente se detecta porque progresivamente este:

Al descubrir que alguien puede escucharlo y atenderlo cuando expresa sus sentimientos, se va tornando capaz de escucharse a sí mismo.

Al aprender a escucharse, comienza a aceptarse y al expresar sus aspectos antes ocultos, descubre que el terapeuta/coacher manifiesta un respeto positivo e incondicional hacia él y sus sentimientos, cualesquiera que sean, ayudándole a asumir la misma actitud hacia sí mismo.

Al  captar con más precisión sus propios contenidos, se juzga menos y se acepta más, abandonando progresivamente sus conductas defensivas y permitiéndose mostrarse más abiertamente.


El proceso así descrito facilita que el cliente incorpore una visión “de águila” sobre sí mismo. Se transforma en “aquel que se observa”, que contempla su propia experiencia y su propia conducta tal y como son. Eso le permite ejercer más poder de gestión y cambio sobre si mismo.

lunes, 12 de marzo de 2018

jubilación, política y motivación de refuerzo positivo

Entre mis amistades está aumentando el número de quienes se van jubilando, lógico que el tema salga en nuestras conversaciones. Para mí, que me quedan unos cinco para llegar ahí, resulta esperanzador oírles lo contentos que están, la de proyectos que tienen previstos, lo relajados que dicen sentirse (aunque no paran) y lo que les encanta poder disponer de su tiempo a su antojo.

Pero también me resulta extraño, ¿qué mosca les ha picado?, ¿qué les pasa?, ¿no se han jubilado? .

Por deformación profesional, la primera oleada de ideas que me viene a la mente cuando una persona se retira del mundo laboral es, más o menos: “Depresión leve debido a un sistema de vida que se desmonta”... “Debido a que la profesión ocupa un rango identitario de personalidad, por la presión social neoliberalista, el jubilado se pregunta qué hacer con su vida cuando ya no es un trabajador”... “Al desaparecer en la jubilación este aspecto de identidad profesional, queda un vacío que, si se asocia con la imperante valoración negativa de la vejez, puede llevar a estados de tristeza y depresivos”… Y así.

Si en mis amistades estoy viendo lo contrario a lo que creo que suele pasar, algo no cuadra. Claro que estas amistades han llevado una vida profesional más bien activa y una vida personal de la que se han ocupado tanto en los buenos como en los malos momentos. Siempre han valorado la amistad y las relaciones personales. Y cuando han tenido que realizar trabajos no deseados, han sabido afrontarlos y llevarlos con dignidad buscando la perspectiva útil para continuar adelante.

Ante mi curiosidad por su alegría, extraña desde mi punto de vista, recibí varias respuestas contundentes y clarificadoras como estas: “Me retiro del mundo laboral y de las obligaciones que comporta (horarios, rendimiento, jefes poco empáticos…), pero no de vivir ni de hacer actividades”… “Soy jubilado, de júbilo; comienzo un jubileo para disfrutar la vida que me queda, no un retiro que me estigmatiza como inútil”… “Sé muy bien qué hacer con todo el tiempo libre del que dispongo”... “Tengo proyectos y voy a disfrutarlos, precisamente, por la jubilación”…

La respuesta que mejor me describió la jubilación desde un punto de vista psicológico (por eso la transcribo con más detalle) me la dijo una psicopedagoga: “He cambiado de refuerzo motivador, he pasado de trabajar centrada en conseguir el dinero que necesitaba para cubrir las necesidades básicas y evitar situaciones no deseadas generadoras de estrés (no poder comprar comida, o pagar matrículas, o la hipoteca o el alquiler…), lo que llamamos refuerzo motivador negativo, a hacer actividades por placer para traer a mi vida cosas que me llenan (estar más tiempo con mis amigos y familia, viajar, hacer cosas pendientes: estudiar, deporte, artesanías, asesorar profesionalmente…) o sea, movilizo mi vida con refuerzos motivadores positivos, carentes de distrés (estrés negativo). ¡No sabes el peso que me he quitado de encima! Y lo puedo hacer porque recibo una pensión que, más o menos, me cubre los gastos y dispongo del tiempo que antes empleaba trabajando”.

Llegado a este punto yo ya estaba dándole vueltas a una nueva oleada de ideas, relacionando jubilación con psicología, sociología y política.

Estamos asistiendo a unas actuaciones políticas destinadas desmantelar el sistema de pensiones, a hacerlas insuficientes. Eso contribuirá a que los jubilados se estanquen en un estado de precariedad permanente para cubrir sus necesidades básicas”, “no sólo eso sino que, además, hay muchos impedimentos y amenazas para realizar actividades económicas una vez se recibe una pensión por jubilación, el cobro de derechos de autor, sin ir más lejos”, “estas políticas van a mantener a las personas jubiladas en un estado de estrés continuado ya que van a estar permanente preocupadas por llegar a fin de mes, o sea, inmersos en la situación de motivación negativa frecuente anterior a la jubilación”, “si a esto añadimos los impedimentos legales para conseguir ingresos además de la pensión, este tipo de decisiones políticas coloca al colectivo de jubilados en una frustrante situación de impotencia e indefensión que puede llevarlos a estados de ánimo tristes y depresivos”..., y seguí.

Todo lo que llegué a pensar lo sintetizo razonando que el tipo de políticas que se apliquen sobre el sistema de pensiones puede transformar este periodo de la vida en un verdadero infierno.

Vamos, que la precarización de las pensiones es un mecanismo de control social para mantener a los ciudadanos jubilados centrados en su supervivencia, en dar cobertura a sus necesidades básicas, sin poder hacer nada más, sin una calidad de vida a la que tienen derecho.

Lo contrario, es decir, las pensiones con suficiencia económica adecuada (artículo 50 de la Constitución) y lo que conllevan de vida digna, hace que la persona jubilada tenga tiempo y motivación para mirar más allá. Además de disfrutar, puede echar una ojeada a la sociedad en su conjunto y, puesto que tiene tiempo, puede pensar, escuchar opiniones, contrastarlas, compartir las suyas e involucrarse en participar activamente en la mejora del mundo en que vivimos. Eso convierte a la persona jubilada en un ciudadano peligroso para el sistema político-económico neoliberalista.

Por eso es imprescindible y absolutamente necesario el coraje y la motivación para participar en las manifestaciones que este mes de marzo de 2018 se están haciendo en la línea de reivindicar pensiones dignas, que permitan tener un bienestar ganado con muchos años de esfuerzo laboral que, por otro lado, ha repercutido en el desarrollo de la sociedad (el valor añadido, que se llama). 
No somos psicológicamente completos sin interacción social y por eso, debemos contribuir a construir un entorno social solidario y respetuoso. Eso implica el cambio político.